Donde el silencio retumba y la soledad acompaña
Imagen extraída de: https://goo.gl/4oENbe |
Una curva a la derecha y
otra a la izquierda. El asfalto es interrumpido después de pasar un sobresalto por
una calle adoquinada de unos 100 metros
de largo que atraviesa el corazón de una pequeña localidad rodeada de manga. Es como si se entrara a
una esfera aislada del resto del mundo. En un principio no se escucha nada, no
se ve a nadie. Es un ambiente extraño pero sereno y agradable.
Hace un calor inofensivo,
el viento sopla con suavidad y los pájaros empiezan a entonar sus melodías. En
el parque, una pequeña carpa colorida con un señor vendiendo frutas y legumbres
es la primera señal de vida, sacude con un trapo rojo las dos o tres moscas que se posan
sobre los bananos.
Es un pequeño caserío
llamado Marsella, un corregimiento de Fredonia Antioquia, municipio situado a
72 kilómetros de la capital paisa. Su
nombre fue inspirado en aquella ciudad francesa, que lleva el mismo nombre,
luego de que un padre llamado Isaac Ángel, párroco de Fredonia, visitara el
país galo y quedara fascinado con su belleza. Al regresar al corregimiento,
antiguamente llamado Llano Grande de Chiquinquirá, decidió cambiarle el nombre
a Marsella.
Sentado en una banca, después
de 15 minutos, veo por fin pasar a la primera persona por el parque, va directo
a la carpa a comprar papas, habichuela y tomates, es tanto el silencio que el golpeo agudo de sus chanclas hace
eco en la montaña que se ve detrás de la iglesia.
Por la única calle que
tiene este lugar pasan carros cada 15 o 20 minutos, es ahí cuando se rompe el
silencio de este desierto y pasivo rincón del suroeste antioqueño rodeado del imponente
verde de la vegetación, siendo el centro de un universo lleno de montañas y
valles.
Este corregimiento es un
lugar atípico pero especial, en el parque no hay niños corriendo detrás de un
balón con su voz escandalosa ni cantinas con guascas que retumban en todos los
rincones, como sucede en la mayoría de pueblos, acá solo hay soledad, silencio
y tranquilidad.
El parque ya no está
atestado de mulas y campesinos, no hay piso de tierra como hace muchos años
atrás, cuando las carreteras no eran más que agrestes caminos de herradura, el
parque era todo un festival de mercados donde todos los pobladores de la zona
arrimaban a comprar y a vender.
En la actualidad, no hay
caballos pero sí muchos árboles, 22 en total en la mera plaza, lo que permite
que además de la calma se respire un aire puro y fresco.
Al frente de la banca donde estoy, se puede
ver de izquierda a derecha el Colegio Llano Grande, la casa cural y la capilla
Nuestra Señora de los Dolores, lugar donde por cerca de 15 años el padre Mario
Mejía Escobar hizo milagros. Es pequeña, su fachada es de color blanco y sus
bordes son de un morado claro, las matas florecidas que hay a la entrada
invitan a visitarla.
Doña Libia Bermúdez
Quintero, propietaria de una tienda al lado del parque, cuenta cómo este se
mantenía lleno por las excursiones que llegaban a visitar al padre Mario, quien
falleció hace dos años a causa de una infección en los riñones. “Acá venían
peregrinaciones en cantidades, hasta 20 y 30 buses llegaban a esta plaza, era
impresionante”, recuerda esta anciana de voz pausada y sonrisa constante.
Ese lugar en donde hoy
apenas está
el señor de la carpa y tres mariposas que pasan revoloteando, el corazón de este
corregimiento que hoy solo ve los carros pasar.
Cuenta con gracia doña
Libia, que hasta este lugar llegó un húngaro quien perteneció a las tropas
rusas que defendían el comunismo y tenía una hija ciega. “Era muy paradójico
que un comunista viniera donde un padre, él lo hizo en compañía de un médico
que conoció ya en Colombia que tenía finca acá, en Marsella, el padre le echó
la bendición a la hija y a los días ya estaba viendo “, evoca con una pequeña
sonrisa.
Este, entre los muchos otros actos que hizo el padre Mario,
pues mucho tiempo Marsella vivió del turismo que atraía el sacerdote de las
manos milagrosas, el parque siempre estaba lleno, la economía fluía, los
enfermos se aliviaban y todos felices. La gente vendía tamales, almuerzos y
reliquias entre muchas otras cosas. “Vea la soledad, actualmente es el que pase por
acá y quiera parar a tomarse una gaseosa, ya ni almuerzos se venden”,
manifiesta doña Libia que pasa de la risa a una repentina nostalgia.
Alrededor del parque hay
unas cuantas casas y cinco establecimientos comerciales: tres tiendas, una
pequeña papelería y una carnicería, estaban en su estado natural, o sea…
vacíos.
El corregimiento tiene 75
coloridas casas, aproximadamente, en donde viven 200 habitantes de los cuales
solo había podido ver diez, de los que nueve eran adultos y tan solo una niña.
No era coincidencia, el padre Arcángel Betancur, actual sacerdote del lugar, me
confirmó que todos los jóvenes ‘van saliendo del colegio y se van yendo a la
ciudad’, por lo que la población en su mayoría son adultos.
La agricultura de Marsella,
que era una de sus principales actividades económicas, también se ha ido
acabando. “Los ricos llegan, compran terrenos y construyen y quedan muchos
potreros sin utilizar porque ellos no necesitan cultivar, solo vienen acá a
pasear”, cuenta el padre Arcángel.
Marsella carece de estación
de policía, pero según doña Libia es porque no lo necesitan, los habitantes son
como una gran familia que se cuida entre sí, por eso no hay de qué preocuparse.
“Hace 45 años le pegaron injustamente a un muchacho y a nosotros nos dio rabia
y mandamos una carta para que se los llevaran y nos hicieron caso, desde
entonces nos cuidamos solitos”, explica doña Libia.
El parque, como el pueblo,
‘revive’ por pequeñas temporadas como en la Semana Santa, pero sobre todo los 24 de julio en
un evento que ha sido tradición en esta zona por varios años. Se trata de
una competencia en carros de rodillos que va desde Fredonia hasta Puente
iglesias, puente ubicado a 11 kilómetros de Marsella, en un descenso total de
21 km. Mucha es la gente que arrima según cuenta el padre Arcángel, Marsella
es el punto central de esta carrera y es el puesto que escoge mucha gente para
ver el paso de los competidores.
Entre cervezas, música y
baile, Marsella cobra vida anualmente, el inerte parque se convierte en una
pista de baile de un pequeño carnaval. “Eso llega un gentido de todas partes
que da hasta lidia caminar (risas), a parte de los heridos de la competencia
hay muy buen ambiente”, indica doña Libia.
Se termina la competencia,
la música se desvanece, la gente se esfuma y la fiesta se acaba. La plaza está
habitada solo por las tarjadas botellas de licor, el aire tiene tufo y Marsella
resaca.
Otra vez a la rutina de la
soledad, el silencio y la tranquilidad. Vuelve a caminar por el parque una, dos
y tres personas, don Mario arma su toldo de legumbres, pasa una moto, un carro,
un bus, cantan los pájaros, ladra un perro, suenan las campanas de la iglesia y
doña Libia vende un tinto mientras concluye que “con la muerte del padre Mario también falleció
Marsella”.
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